"Tu osadía y tu resolución no te dan ningún derecho a quedarte con lo que otros necesitan. Ni siquiera tu esfuerzo titánico o tu voluntad inquebrantable pueden darte ese derecho. No valen más que la habilidad de ese carpintero o la dedicación de ese labrador; no son mejores que la abnegación de una madre o los versos de aquel poeta. Todos aportamos, todos construimos el mundo. No serías nada ni nada podrías si no fuera por nosotros. Tu poder, tus conquistas y tus cuentas de resultados dependen del esfuerzo callado de muchos. ¡Tu propia existencia como ser humano depende de tantos!... Puedes creerte mejor o más imprescindible, pero si sobra alguien eres precisamente tú. Lo que tú haces lo haría cualquiera, o lo haríamos todos. No requiere mucha ciencia, y aún menos sabiduría. Pero lo haríamos de otra manera, porque no podemos ser como tú… ¡no queremos ser como tú! Nos gusta más la palabra cooperación que la palabra competitividad; mucho más que individualismo, solidaridad; nos seducen el apoyo mutuo y la generosidad, pero el afán de riesgo y la competencia no nos dicen nada. Si te fueras no se pararía el mundo… pero te invitamos a que te quedes."
Carta abierta a un «amo del mundo»
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Hasta hace no demasiados meses nos han estado haciendo creer que había por ahí una especie de titanes de la economía, seres casi sobrehumanos, que poseían el secreto de la abundancia sin límites y que estaban entregados a la impagable labor de hacer crecer el producto mundial para que todos los demás, pobres e impotentes mortales, prosperáramos a la sombra de su incansable esfuerzo. También nos decían que la codicia que parecía impulsarlos no era tal, sino estímulo emprendedor y sano afán competitivo. Y ahora, cuando se ha descubierto que todo era un montaje urdido para saquear el mundo en beneficio propio, y que la codicia no era más que lo de siempre, esto es, una compulsión psicopatológica en pos de dinero, todo lo que somos capaces de hacer, además de entregarles ingentes cantidades de dinero público para que siga en pie su particular Olympo, es esperar y rezar para que las cosas vuelvan a estar como estaban.
Parece que nadie quiere asumir que una forma de organización de la comunidad humana en la que unos cuantos miembros de esa comunidad acumulan y retienen para sí lo que miles de millones de personas necesitan para vivir dignamente, o para no morirse indignamente, es una forma de organización inhumana, genocida y absolutamente intolerable.
... Pero la toleramos. Y no sólo la toleramos, sino que también la justificamos, la defendemos y hasta la anhelamos; temblamos con sólo pensar que desaparezca. Porque, ¿de qué se habla a raíz de la crisis económica global en la que andamos metidos? De rescatar, de reconstruir, de restaurar. En definitiva, de volver a poner a pleno rendimiento ese modelo de organización que ya excluía y condenaba a la miseria a innumerables de nuestros semejantes mucho antes de la llegada de la crisis y que, por añadidura, estaba aniquilando el hábitat natural que nos sustenta a todos.
Ahora bien, la pregunta que yo me hago es la siguiente: ¿De verdad todos queremos eso, o sólo lo quieren unos pocos y a los demás se nos ha confundido hasta tal punto que sólo somos capaces de creer que es eso lo que queremos?
Hace un siglo y medio ya Marx nos advirtio que las clases dominantes siempre tratarían de dar a sus valores forma de universalidad; esto es, de presentarlos como los únicos valores razonables e inculcarlos al conjunto de la sociedad. Del mismo modo, las clases privilegiadas de hoy en día, si quieren mantener sus privilegios, están obligadas a generar la ilusión de que la vida sólo tiene sentido si se vive como ellos la viven; y de que lo único capaz de hacer que cada vez más gente viva de esa manera es el sistema de libre mercado y la competencia de todos contra todos.
¿Qué quiero decir con esto? Pues que la ideolgía dominante lo primero y más importante que tenía colonizar era la conciencia individual de todos y cada uno de nosotros. Dicho en una palabra: confundirnos. Y ello por cuanto son conscientes de que no se puede concebir otro mundo, y mucho menos hacerlo posible, desde la confusión interior. Si de mí sólo sé lo que me dicen que soy; seré, fatalmente, lo que otros quieran que sea.
Por eso yo le pediría al lector de DESAFÍO SILENCIOSO que estuviera dispuesto, en primer lugar, a tener un pequeño encuentro consigo mismo; y, a partir de ahí, empezar a sacudirse ese pesimismo antropológico que trata de convertirnos a todos en aves de rapiña, en seres poseídos por el egoísmo y la ambición, seres que sólo se mueven alentados por recompensas materiales o privilegios de poder.
No somos así, desde luego que no. Pero, sobre todo, no queremos ser así; ya que, en el fondo, esa es una condición que hace sufrir al hombre. Y lo hace sufrir porque lo pone en constante tensión consigo mismo y echa a perder lo mejor que puede depararle la vida, que no es otra cosa que el encuentro pacífico y afectuoso con los demás. Al ser humano no le queda bien el atavío de la fiera; se le rompen las costuras por los cuatro costados.
Así pues, podemos estar perdidos, porque nos han desorientado; podemos estar dormidos, porque nos han narcotizado; incluso podemos estar ciegos, porque nos han vendado los ojos, pero no estamos locos, sino que sabemos lo que queremos, como dice la canción. Y lo que queremos es un mundo más humano.
Parece que nadie quiere asumir que una forma de organización de la comunidad humana en la que unos cuantos miembros de esa comunidad acumulan y retienen para sí lo que miles de millones de personas necesitan para vivir dignamente, o para no morirse indignamente, es una forma de organización inhumana, genocida y absolutamente intolerable.
... Pero la toleramos. Y no sólo la toleramos, sino que también la justificamos, la defendemos y hasta la anhelamos; temblamos con sólo pensar que desaparezca. Porque, ¿de qué se habla a raíz de la crisis económica global en la que andamos metidos? De rescatar, de reconstruir, de restaurar. En definitiva, de volver a poner a pleno rendimiento ese modelo de organización que ya excluía y condenaba a la miseria a innumerables de nuestros semejantes mucho antes de la llegada de la crisis y que, por añadidura, estaba aniquilando el hábitat natural que nos sustenta a todos.
Ahora bien, la pregunta que yo me hago es la siguiente: ¿De verdad todos queremos eso, o sólo lo quieren unos pocos y a los demás se nos ha confundido hasta tal punto que sólo somos capaces de creer que es eso lo que queremos?
Hace un siglo y medio ya Marx nos advirtio que las clases dominantes siempre tratarían de dar a sus valores forma de universalidad; esto es, de presentarlos como los únicos valores razonables e inculcarlos al conjunto de la sociedad. Del mismo modo, las clases privilegiadas de hoy en día, si quieren mantener sus privilegios, están obligadas a generar la ilusión de que la vida sólo tiene sentido si se vive como ellos la viven; y de que lo único capaz de hacer que cada vez más gente viva de esa manera es el sistema de libre mercado y la competencia de todos contra todos.
¿Qué quiero decir con esto? Pues que la ideolgía dominante lo primero y más importante que tenía colonizar era la conciencia individual de todos y cada uno de nosotros. Dicho en una palabra: confundirnos. Y ello por cuanto son conscientes de que no se puede concebir otro mundo, y mucho menos hacerlo posible, desde la confusión interior. Si de mí sólo sé lo que me dicen que soy; seré, fatalmente, lo que otros quieran que sea.
Por eso yo le pediría al lector de DESAFÍO SILENCIOSO que estuviera dispuesto, en primer lugar, a tener un pequeño encuentro consigo mismo; y, a partir de ahí, empezar a sacudirse ese pesimismo antropológico que trata de convertirnos a todos en aves de rapiña, en seres poseídos por el egoísmo y la ambición, seres que sólo se mueven alentados por recompensas materiales o privilegios de poder.
No somos así, desde luego que no. Pero, sobre todo, no queremos ser así; ya que, en el fondo, esa es una condición que hace sufrir al hombre. Y lo hace sufrir porque lo pone en constante tensión consigo mismo y echa a perder lo mejor que puede depararle la vida, que no es otra cosa que el encuentro pacífico y afectuoso con los demás. Al ser humano no le queda bien el atavío de la fiera; se le rompen las costuras por los cuatro costados.
Así pues, podemos estar perdidos, porque nos han desorientado; podemos estar dormidos, porque nos han narcotizado; incluso podemos estar ciegos, porque nos han vendado los ojos, pero no estamos locos, sino que sabemos lo que queremos, como dice la canción. Y lo que queremos es un mundo más humano.