Parece que nadie quiere asumir que una forma de organización de la comunidad humana en la que unos cuantos miembros de esa comunidad acumulan y retienen para sí lo que miles de millones de personas necesitan para vivir dignamente, o para no morirse indignamente, es una forma de organización inhumana, genocida y absolutamente intolerable.
... Pero la toleramos. Y no sólo la toleramos, sino que también la justificamos, la defendemos y hasta la anhelamos; temblamos con sólo pensar que desaparezca. Porque, ¿de qué se habla a raíz de la crisis económica global en la que andamos metidos? De rescatar, de reconstruir, de restaurar. En definitiva, de volver a poner a pleno rendimiento ese modelo de organización que ya excluía y condenaba a la miseria a innumerables de nuestros semejantes mucho antes de la llegada de la crisis y que, por añadidura, estaba aniquilando el hábitat natural que nos sustenta a todos.
Ahora bien, la pregunta que yo me hago es la siguiente: ¿De verdad todos queremos eso, o sólo lo quieren unos pocos y a los demás se nos ha confundido hasta tal punto que sólo somos capaces de creer que es eso lo que queremos?
Hace un siglo y medio ya Marx nos advirtio que las clases dominantes siempre tratarían de dar a sus valores forma de universalidad; esto es, de presentarlos como los únicos valores razonables e inculcarlos al conjunto de la sociedad. Del mismo modo, las clases privilegiadas de hoy en día, si quieren mantener sus privilegios, están obligadas a generar la ilusión de que la vida sólo tiene sentido si se vive como ellos la viven; y de que lo único capaz de hacer que cada vez más gente viva de esa manera es el sistema de libre mercado y la competencia de todos contra todos.
¿Qué quiero decir con esto? Pues que la ideolgía dominante lo primero y más importante que tenía colonizar era la conciencia individual de todos y cada uno de nosotros. Dicho en una palabra: confundirnos. Y ello por cuanto son conscientes de que no se puede concebir otro mundo, y mucho menos hacerlo posible, desde la confusión interior. Si de mí sólo sé lo que me dicen que soy; seré, fatalmente, lo que otros quieran que sea.
Por eso yo le pediría al lector de DESAFÍO SILENCIOSO que estuviera dispuesto, en primer lugar, a tener un pequeño encuentro consigo mismo; y, a partir de ahí, empezar a sacudirse ese pesimismo antropológico que trata de convertirnos a todos en aves de rapiña, en seres poseídos por el egoísmo y la ambición, seres que sólo se mueven alentados por recompensas materiales o privilegios de poder.
No somos así, desde luego que no. Pero, sobre todo, no queremos ser así; ya que, en el fondo, esa es una condición que hace sufrir al hombre. Y lo hace sufrir porque lo pone en constante tensión consigo mismo y echa a perder lo mejor que puede depararle la vida, que no es otra cosa que el encuentro pacífico y afectuoso con los demás. Al ser humano no le queda bien el atavío de la fiera; se le rompen las costuras por los cuatro costados.
Así pues, podemos estar perdidos, porque nos han desorientado; podemos estar dormidos, porque nos han narcotizado; incluso podemos estar ciegos, porque nos han vendado los ojos, pero no estamos locos, sino que sabemos lo que queremos, como dice la canción. Y lo que queremos es un mundo más humano.