CODICIA
¿Qué es la codicia? Encerrar en cajas fuertes ingentes esperanzas y deseos de vivir hasta que se marchiten para siempre; acumular en cuentas corrientes millones de sonrisas hasta que se transmuten en muecas de dolor; cercar con alambradas y convertir en territorio de caza cualquier valle donde todavía pasten alegres un puñado de almas sencillas y confiadas.
Todo lo que incrementa innecesariamente el dolor de los seres vivos es cruel; si además esos seres vivos son seres humanos, es infame. La codicia, sin ningún género de dudas, es la principal fuente de dolor en el mundo y, con mucho, la principal amenaza para la continuidad de las condiciones que hacen posible la civilización; desde las condiciones ecológicas de nuestro hábitat hasta las condiciones morales de la sociedad.
La codicia tal vez sea el estado más virulento de dependencia que se conozca; el más resistente al cambio y, sin duda, el menos aceptado como problema. La esclavitud a la que somete es además la que más hiere, porque nada ni nadie la fuerzan, sino que nace de la más vergonzosa impotencia personal, de la cobardía más humillante. Querer poseer sin querer nada más es estar poseído sin más. Como cualquier otra dependencia es incapaz, excepto en sus inicios, de proporcionar el más mínimo placer; pero no puede ser abandonada porque se ha vuelto imprescindible para ahuyentar el síndrome de abstinencia. Una vez al timón de nuestra vida es mucho más implacable y apremiante que ningún otro vicio. Sin embargo, se ha consagrado la codicia como principio básico de convivencia y prosperidad. ¿Es posible un mayor despropósito?
La codicia, puesto que se ceba en la desposesión y el sometimiento del «otro», sólo cuenta con un arma para ser satisfecha: la violencia. Una violencia que el mercado, con su red de interacciones aparentemente libres y sus órganos de arbitraje presuntamente neutrales, ha logrado disfrazar de mil y una formas. Es violencia la amenaza de deslocalización o regulación de empleo con la que las empresas consiguen rebajas fiscales o revisar a la baja los convenios laborales. También lo es imponer a las comunidades y países más débiles unas condiciones comerciales draconianas o hacerles la competencia desleal mediante el dumping. Es violencia ofrecer a un demandante de empleo un trabajo por debajo de los estándares legales a sabiendas de que si éste no lo toma ya lo hará otro con necesidades más acuciantes. También es violencia exigir y conseguir que los planes educativos ignoren toda formación humanística para centrarse exclusivamente en lo que necesita el mercado. Como lo es permitir el abuso del marketing comercial sobre las debilidades humanas sin importar en ningún momento lo que se le pueda estar robando a los grupos más indefensos de la sociedad, empezando por los niños.
Todo eso es de una violencia brutal, inenarrable, aunque sea puesto en escena de forma rutinaria y con toda la naturalidad del mundo. Un mundo que se ha llenado de violencia porque se ha consagrado un modelo violento de convivencia. Las sociedades humanas han ido progresando conforme conseguían arrinconar los instintos individuales y aplacar la violencia. Una comunidad estaba más desarrollada en tanto que se alejaba del estado salvaje en el que los instintos se hacían valer mediante la fuerza. Pero ahora se rescatan esos instintos y se allana el camino para que se expresen libremente. La violencia como forma de realizarse en el mundo se vuelve de nuevo soberana. Han cambiado los medios; ya no se ejerce con la espada o con el mosquete, sino con la cuenta corriente y los paquetes de acciones. Antes las víctimas de un solo violento no podían ser muchas: a mandoble limpio no se puede uno llevar por delante a mucha gente. Ahora un solo poderoso, armado de capital hasta los dientes, puede ejercer su violencia simultáneamente sobre millones de personas.
La violencia que puede ejercerse por medios económicos ha demostrado que puede llegar mucho más lejos que ninguna otra violencia y que tiene un poder de devastación que lo alcanza absolutamente todo. No sólo el medio natural y el patrimonio biológico del planeta; no sólo las culturas menos aptas o los grupos sociales más débiles; no sólo las tradiciones, las costumbres y las instituciones sin valor contable; no sólo los torpes, los tímidos o los lentos… sino también la belleza, la palabra, el encuentro, la esperanza, las ilusiones y los sueños.
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