lunes, 2 de febrero de 2009

¿De verdad somos tan «malos»?

AAAANo se puede concebir otro mundo, y mucho menos hacerlo posible, desde la confusión interior. Si de mí sólo sé lo que me dicen que soy; seré, fatalmente, lo que otros quieran que sea. La naturaleza que se me ha asignado, dando por zanjado cualquier cuestionamiento a su evidente verdad, es la de un ser dominado por el egoísmo y la ambición, ávido de ventajas sobre los demás y deseoso de poseer riquezas; alguien que sólo se mueve alentado por recompensas materiales o privilegios de poder. Todo lo que creo ver en mí más allá de esa forma de ser es, o un espejismo creado por la mala conciencia, o pura hipocresía.
AAAAEl gran error de la filosofía política de todos los tiempos ha sido adherirse ciegamente al punto de vista del poder, según el cual todos los seres humanos son igual de malvados. Efectivamente, la filosofía política, desde Maquivelo hasta Popper, ha consistido siempre en buscar los argumentos más sutiles y resolver las ecuaciones más inverosímiles para demostrar que todos somos malvados y que sólo las circunstancias favorables o un carácter excepcional permiten que unos suban mientras otros se arrastran impotentes. Después, por arte de una misteriosa alquimia, toda esa maldad a la que nadie escapa se transmuta en beneficio para todos: orden, seguridad, racionalidad, progreso, prosperidad…
AAAAAcusadas unas veces de ignorancia, otras de ligereza o desenfreno, casi siempre de pereza e invariablemente de rencor hacia los fuertes, las masas forman parte del pasivo de la gran empresa histórica reservada a los ilustres; muchedumbres siempre a punto de desbocarse, incapaces de dar un solo paso sin la tutela de los grandes hombres.

AAAALa verdad, sin embargo, está en las antípodas de esa manera de concebir la realidad:

“Los avances de la humanidad no han sido gracias a los grandes hombres, sino a pesar de ellos y de sus ambiciones. A la gente de bien siempre le ha tocado llorar a los muertos y reconstruir lo devastado por los egos insaciables. Si no hubiera sido por el contrapeso de la buena voluntad, por infinitas toneladas de buena voluntad, la civilización no hubiera pasado de un patético amago. La ecuación no puede ser más simple: hacen falta cien buenas voluntades para vencer a una sola mala voluntad. Hay una especie de ley de la entropía cultural que hace que las fuerzas necesarias para lograr un pequeño avance sean mucho mayores que las que son necesarias para deshacerlo. Es algo parecido a lo que ocurre con la entropía física: apenas hace falta energía para abrir la mano y dejar caer una copa de cristal que se hará añicos; piénsese en toda la que hizo falta para producirla. Sin embargo, siguen sin tomarse en cuenta todos esos millones de seres que, desde la retaguardia y el anonimato, y sin otro motor que el de la esperanza y otra fuerza que la del amor, han construido el mundo...

AAAAPodrían considerarse la ciencia y el arte excepciones a esta regla, puesto que detrás de los grandes descubrimientos científicos y de las más espléndidas obras de arte casi siempre ha habido egos hipertrofiados, deseosos de gloria y reconocimiento. Sin embargo, es indudable que la simple ambición nunca es suficiente para avivar la llama que alimenta el genio creativo y, en todo caso, las cumbres innovadoras o creativas a las que son capaces de llegar determinados espíritus privilegiados sólo son las rocas que coronan montañas levantadas previamente por innumerables personas sencillas con su quehacer infatigable y su cuidado de las cosas. En esto, como en tantas otras cosas, son los lazos humanos que tejen la comunidad los que permiten que el saber se vaya acumulando, que la cultura se vaya perfeccionando. Quien haya de poner la última piedra en esas montañas de progreso es irrelevante en comparación con el hecho de que las montañas hayan sido levantadas.”

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